¿Qué es el espiritu del vino?

El espiritu del vino existe en todas y en cada una de las palabras que callamos cuando estamos sobrios.

El espiritu del vino


MusicPlaylistRingtones
Create a playlist at MixPod.com

lunes, 21 de junio de 2010

Kindra


Kindra

Caminaba por una calle al sur de Argentina, en la Patagonia. Era de noche y el frío desgarrador me quemaba el rostro. La cara era la única parte de mi cuerpo que estaba a la intemperie. Salí de trabajar y de camino a la casa donde me alojaba decidí pasear un rato. Había llegado esa misma mañana, y no había tenido tiempo de caminar, ni de conocer la villa. Tenía que pensar, y de todas formas siempre me gustó conocer los lugares por la noche. De no haber sido por el chaquetón, que había comprado tiempo atrás en un viaje, también por trabajo, en Austria, seguro me hubiese congelado en las primeras cuadras del paseo. Las aceras de ese hermoso y apacible pueblo de montaña eran angostas, me recordaron en seguida a las de San Martín de los Andes; la profunda oscuridad de su noche y la densa niebla de sus calles no me permitían ver más allá de dos o tres metros por delante de mis botas. De todas formas seguí disfrutando del reducido paisaje que podía apreciar.
En mi reproductor de música creo que sonaba Chemicals Brothers, pero no lo recuerdo muy bien. Cuando caminamos por un lugar desconocido con los auriculares puestos, suene lo que suene, el paseo se transforma en una expedición, en una aventura; un acontecimiento tan emocionante se produce en nuestra conciencia que uno no logra hacer mucho caso a lo que pasa alrededor. En este caso, no hacía falta la música, no había nada ni nadie en ese pueblo; estaba absolutamente todo cerrado y las calles desiertas, pero la melodía siempre ayuda para distraernos.
“Un pueblo inerte”, pensé. Sentía que el pueblo era sólo para mí. En un momento cambió el tema en mi reproductor y volví a la realidad por un segundo, entonces, aproveché la concentración y decidí doblar en una esquina. Creo que en dirección a la montaña, porque la espesa niebla no me dejaba ver siquiera el poste de pino que sujeta los nombres de ambas calles. Pero supongo que me dirigía para la montaña porque las calles tenían una considerable pendiente. Caminé durante unos largos minutos en esa dirección, pero la niebla no cesaba.
La capucha de mi chaqueta no daba a vasto con tanto frío. Mis guantes, mis botas y mi pantalón ya se encontraban algo húmedos por el frío y por la bruma. Pensé, en ese momento, que sería bueno volver a casa, darme un baño y tomar un chocolate caliente cerca de la chimenea, pero debía ir por el mismo camino que me había llevado hasta allí. No hubiese deseado nunca quedarme deambulando por esas calles heladas ni un minuto más.
Hice cinco cuadras por el mismo camino en sentido contrario, hacia la cabaña. El álgido clima continuaba, pero la música también en mis oídos, y ésta hacía que lo soporte más. De no ser por las grietas de mis labios no me hubiese quejado tanto de la temperatura. Conté las cuadras que había hecho anteriormente y doblé en la misma esquina. Cambió nuevamente lo que sonaba en mis oídos, miré hacia el frente y vislumbré unas siluetas difusas a una distancia de aproximadamente tres metros. En un principio me asusté, eran sólo sombras que yacían en la vereda, pero a la ida, no las había visto. Mi reproductor hizo el aviso de baja batería: “pip”, sonó.
Me acercaba hacia las siluetas y cada vez veía más, ya eran nueve o diez. Volví a sentir temor. Esta vez bajé el volumen de la música para agudizar mis sentidos, y las sombras se iban agrandando. Ya veía con soltura a tres de ellas sentadas en el piso. Parecían de etnia gitana. Algunas con pañuelo en la cabeza, todas tenían polleras largas y coloridas, y todas estaban despiadadamente desabrigadas. Cada paso que hacía veía más detalles de la escena: se encontraban junto a un local abandonado, en el que habían instalado almohadones azules en todo el piso. “eso seguramente los aislaría del frío”, pensé. Al siguiente paso que dí note que no eran todas mujeres, no estaban solas, dentro del grupo había niñas y niños. Una de las mujeres sostenía un bebé y las otras dos cuidaban de los pequeños que jugaban a los gritos y reían, inocentes y puros como son los niños. Me pregunté entonces dónde estarían los hombres de esas familias, los padres de esos chicos, los esposos de esas mujeres de pieles quemadas ya por el frío. Clavé mi mirada en el hueco del local abandonado y resolví mi pregunta: dos hombres se encontraban reposados, durmiendo, en los improvisados lechos azules que habían armado en el interior del antiguo almacén. Un fuerte viento me voló la capucha, y en ese momento pude percibir nuevamente el “pip” del reproductor. Ya era el segundo.
Pase por delante de las mujeres, los niños jugaban con unos cartones con los que simulaban tener alas, unas niñas, las más pequeñas se cobijaban en los brazos de las mujeres, hacia mucho frío. Los aeroniños revoloteaban por la acera y me costaba encontrar el hueco para pasar, pero finalmente logré eludirlos y seguí caminando. El reproductor cambió de canción de nuevo y me dejó percibir la sumisa voz de una niña que dijo: “Es Manuel Poceiro má”. Yo estaba llegando a la esquina cuando sentí aquella voz, me sobresalté y una mezcla de pánico e incertidumbre recorrió todo mi cuerpo. El reproductor hizo el último “pip”, la batería se había terminado por completo, dejándome sólo en una situación de la que no podía evadirme de ninguna manera. Giré rápidamente y volví mis ojos hacia la niña que, a mi parecer, me había nombrado. La observé detenidamente con un miedo escalofriante. Nunca había estado en ese lugar, y a la niña no la conocía. La pequeña se quedó mirándome fijamente a los ojos, pero sin emitir sonido alguno. Miré entonces a la madre, buscando algún indicio de algo y la encontré mirando hacia otro sitio. “el viento me está volviendo loco”, pensé. “Te estas volviendo esquizofrénico”, dije en voz alta simulando la compañía de alguien. Tenía mucho miedo y la situación era del todo extraña. Miré hacia el piso, me reí y al mismo tiempo hice un gesto de negación con mi cabeza, luego me voltee nuevamente para encaminarme de nuevo hacia la cabaña. “Si, es Manuel Poceiro ma!!!”, sonó al unísono la voz de un par de niños.”¿No le viste la cara?”, preguntó luego la sumisa voz de la niña. Me detuve al instante al escuchar esas espeluznantes declaraciones y voltee en seguida, casi instintivamente. Esta vez puse mis ojos directamente en la madre de las criaturas, y observé la mano de la madre golpeando suavemente la boca de la niña. La piel de todo el cuerpo se me erizó, el temor a lo desconocido se apoderó de mí, porque a aquellas personas no las conocía, nunca las había visto en mi vida. Me paralicé por unos segundos, pero tomé fuerzas y con paso tembloroso me volví hacia la familia. La mujer miraba hacia otro lado, entonces decidí mirar la reacción de los niños.
Los niños siempre dicen la verdad, escuché alguna vez que por eso se los educa. Las caritas de esos chicos, y en especial la de la niña que sujetaba la mujer, me transmitieron una sensación de alivio, de tranquilidad. En ese momento entendí que no debía sentir miedo alguno. Sonreían, y sus pómulos rosados por el terrible frío, lograron hacerme sentir sereno.
Me saque un guante y le acaricié la cabeza a uno de los aeroniños, que ya había tenido un aterrizaje de emergencia cuando comenzó el episodio. Los otros chicos y chicas me rodeaban y me observaban con unos ojos enormes, la niña que estaba junto a la mujer me miraba atónita, pero se la notaba feliz. “¿En realidad soy alguien yo para esta gente?, me pregunté.
Comprobé que algo raro estaba pasando cuando una de las mujeres se levantó y recogió a uno de los niños que estaba tirando del cordel de mi chaqueta, ella también me miraba con aprecio, con simpatía y hasta con admiración. Giré la cabeza como cuando los perros se crean una incertidumbre, pero con una suerte de simpatía, ya estaba tranquilo, estaba seguro de que no me harían ningún daño. La mujer que sostenía la niña con voz dulce y tenue seguía sentada e ignorándome, la niña en sus brazos continuaba casi estupefacta con mi presencia.
En un momento sentí que un niño me tiraba repetidas veces de la manga de mi chaqueta demandando atención. Lo observe y le sonreí. El me miró y al instante poso con una sonrisa exagerada y muy simpática; esa que ponen los niños muchas veces cuando se le hacen fotos. Enseguida, cuando le presté atención, comenzó a intentar destacar sus gritos por encima de los demás niños y señalando a una de las pequeñas me dijo: “Ella es hija de Dante Spinetta!”. La mujer que estaba parada me miró y sonrió, como si buscara un cómplice. La que estaba sentada le gritó: “Uriel, basta!!, dejalo en paz al hombre!”. Todo parecía muy raro, pero cada vez más tenía que ver conmigo.
Dante Spinetta es el hijo del gran músico argentino de rock, Alberto Spinetta, poro eso no me daba ningún indicio de nada. De un momento a otro entré en razón: Dante Spinetta tenía un estudio de grabación a dos calles de mi escuela primaria, el Fray Luis Beltrán. Las cosas ya se estaban acomodando entendía que podría existir alguna conexión entre esa gente y yo. Pero habían pasado ya muchos años y la posibilidad de conocernos era prácticamente improbable.
Mi rostro ya no sujetaba una sonrisa, no me hacía mucha gracia el hecho de que ninguna persona mayor me explicara por qué esos niños sabían mi nombre y por qué sabían que algo me produciría el nombre de Dante Spinetta.
Me acerque a la mujer sentada, aun sujetaba a la hermosa niña. Me agache, apoye una rodilla en el piso junto a ella y la miré fijamente a sus ojos. Tenía ojos grandes y negros, con un matiz arábico. Detuve la mirada en su rostro por unos minutos y la reconocí. No sabía de donde pero su rostro me era familiar. “Perdoname, pero creo que es verdad lo que dicen los niños. ¿Nos conocemos de algún lado? ¿Cómo es tu nombre?, indagué. Fue la primera vez que me miró a los ojos, eran hermosos. “Kindra, me llamo Kindra”, dijo titubeando y llenándose los párpados de lagrimas.
Kindra había sido compañera mía de la escuela primaria, efectivamente. Vivía cerca de mi casa y volvíamos juntos del colegio con algunos amigos que iban por el mismo camino. La recordaba feliz, coqueta y hasta, a veces, presumida. Era una de las más bonitas del grado. Todos los varones del curso estuvimos enamorados, alguna semana, de Kindra. Pero esa mujer no se asemejaba en lo más mínimo al recuerdo que yo tenía de ella. Estaba devastada, deteriorada y se la veía muy triste. Al mirarnos nos conmovimos y emocionamos inmensamente. La tomé por los hombros y la miré muy detenidamente, los niños callaron. Ella tenía un rostro desolado, parecía que estaba comprometida con el desahucio que la vida le había otorgado, pero cargaba con ese peso dignamente. “… ¿Cómo me reconoció ella entonces, y los niños, y las otras mujeres?”, me preguntaba constantemente.
Una lágrima de Kindra cayó sobre su falda y en ese instante se limpió con la manga de su buzo polar rosa fucsia rápidamente el rostro, metió sus mucosidades hacia adentro con una fuerza bestial y eludiendo sus lagrimas me dijo: “Mirá, te voy amostrar algo”. De su bolso de cuero cuarteado sacó una fotografía antigua, de las de escuela, la abrió y señaló a un niño con corte taza, le faltaba una paleta en la dentadura. Era yo. Todos los personajes de la fotografía tenían un círculo en su cara y una flecha que señalaba su nombre. Volví a mirar a Kindra, esta vez sonreía, el que lloraba era yo. Lloraba de dolor, mi llanto no era por mí, y creo que el de ella tampoco. Nos lloramos mutuamente, ella, antes, supongo que por la nostalgia. Y mi llanto era producto del dolor que me causaba haber perdido contacto tanto tiempo y haberla encontrado en esa situación y en ese lugar. Intenté hacer lo mismo que Kindra, secarme rápidamente las lágrimas, de esa manera no notaría mi tristeza.
Algo terrible sucedió, me sucedió. El miedo, el temor, la falta de agallas de enfrentar ese sentimiento que me estaba tallando el corazón, me hizo hacer algo de lo que estaré arrepentido toda mi vida: me levante lentamente y a medida que le acariciaba su mejilla giré mi cuerpo en dirección contraria y decidido a caminan hacia otro lado… desaparecí. Me ví, entonces, envuelto entre mis sábanas y mi edredón, y abrazado a la almohada noté que tenía los pópulos húmedos por las gotas que caían de mis ojos.
Había despertado de un sueño que nunca hubiese querido despertar. La última imagen que tuve fue la de la mujer, al parecer la hermana de Kindra, que estaba detrás mío y una niña en sus brazos. Cuando desperté me dio muchísima tristeza. Aquí en mi casa, en Buenos Aires, también hacía frío y no podía dejar de pensar en cómo estaría Kindra en ese sitio tan espantoso que yo le había creado. Me pregunté por qué tanta desdicha tenía Kindra, por qué, hasta en un lugar imaginario, esa mujer solemne sufría tanto.
Había despertado, y asimismo destruido a la mujer más pura e inocente que jamás conocí. Todo el día estuve pensando en ella y en su nombre, Kindra. Qué lindo hubiese sido conocerte realmente, qué ganas de volver al sueño aquel y llevarte conmigo Kindra. Qué ganas de haber compartido contigo esas caminatas a nuestras casas, qué ganas de haberte conocido en la escuela primaria.
No me lo puedo perdonar, escribo y se me eriza la piel. Hoy volveré a mi cama, amiga mía, e intentaré encontrarte. Pero esta vez procuraré crearte un paraíso, una pradera llena de árboles y flores, un clima cálido y, a ti, dentro de una cabaña tomando un chocolate caliente con tus hermosas hijas.

No hay comentarios:

Publicar un comentario