¿Qué es el espiritu del vino?

El espiritu del vino existe en todas y en cada una de las palabras que callamos cuando estamos sobrios.

El espiritu del vino


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lunes, 21 de junio de 2010

Kindra


Kindra

Caminaba por una calle al sur de Argentina, en la Patagonia. Era de noche y el frío desgarrador me quemaba el rostro. La cara era la única parte de mi cuerpo que estaba a la intemperie. Salí de trabajar y de camino a la casa donde me alojaba decidí pasear un rato. Había llegado esa misma mañana, y no había tenido tiempo de caminar, ni de conocer la villa. Tenía que pensar, y de todas formas siempre me gustó conocer los lugares por la noche. De no haber sido por el chaquetón, que había comprado tiempo atrás en un viaje, también por trabajo, en Austria, seguro me hubiese congelado en las primeras cuadras del paseo. Las aceras de ese hermoso y apacible pueblo de montaña eran angostas, me recordaron en seguida a las de San Martín de los Andes; la profunda oscuridad de su noche y la densa niebla de sus calles no me permitían ver más allá de dos o tres metros por delante de mis botas. De todas formas seguí disfrutando del reducido paisaje que podía apreciar.
En mi reproductor de música creo que sonaba Chemicals Brothers, pero no lo recuerdo muy bien. Cuando caminamos por un lugar desconocido con los auriculares puestos, suene lo que suene, el paseo se transforma en una expedición, en una aventura; un acontecimiento tan emocionante se produce en nuestra conciencia que uno no logra hacer mucho caso a lo que pasa alrededor. En este caso, no hacía falta la música, no había nada ni nadie en ese pueblo; estaba absolutamente todo cerrado y las calles desiertas, pero la melodía siempre ayuda para distraernos.
“Un pueblo inerte”, pensé. Sentía que el pueblo era sólo para mí. En un momento cambió el tema en mi reproductor y volví a la realidad por un segundo, entonces, aproveché la concentración y decidí doblar en una esquina. Creo que en dirección a la montaña, porque la espesa niebla no me dejaba ver siquiera el poste de pino que sujeta los nombres de ambas calles. Pero supongo que me dirigía para la montaña porque las calles tenían una considerable pendiente. Caminé durante unos largos minutos en esa dirección, pero la niebla no cesaba.
La capucha de mi chaqueta no daba a vasto con tanto frío. Mis guantes, mis botas y mi pantalón ya se encontraban algo húmedos por el frío y por la bruma. Pensé, en ese momento, que sería bueno volver a casa, darme un baño y tomar un chocolate caliente cerca de la chimenea, pero debía ir por el mismo camino que me había llevado hasta allí. No hubiese deseado nunca quedarme deambulando por esas calles heladas ni un minuto más.
Hice cinco cuadras por el mismo camino en sentido contrario, hacia la cabaña. El álgido clima continuaba, pero la música también en mis oídos, y ésta hacía que lo soporte más. De no ser por las grietas de mis labios no me hubiese quejado tanto de la temperatura. Conté las cuadras que había hecho anteriormente y doblé en la misma esquina. Cambió nuevamente lo que sonaba en mis oídos, miré hacia el frente y vislumbré unas siluetas difusas a una distancia de aproximadamente tres metros. En un principio me asusté, eran sólo sombras que yacían en la vereda, pero a la ida, no las había visto. Mi reproductor hizo el aviso de baja batería: “pip”, sonó.
Me acercaba hacia las siluetas y cada vez veía más, ya eran nueve o diez. Volví a sentir temor. Esta vez bajé el volumen de la música para agudizar mis sentidos, y las sombras se iban agrandando. Ya veía con soltura a tres de ellas sentadas en el piso. Parecían de etnia gitana. Algunas con pañuelo en la cabeza, todas tenían polleras largas y coloridas, y todas estaban despiadadamente desabrigadas. Cada paso que hacía veía más detalles de la escena: se encontraban junto a un local abandonado, en el que habían instalado almohadones azules en todo el piso. “eso seguramente los aislaría del frío”, pensé. Al siguiente paso que dí note que no eran todas mujeres, no estaban solas, dentro del grupo había niñas y niños. Una de las mujeres sostenía un bebé y las otras dos cuidaban de los pequeños que jugaban a los gritos y reían, inocentes y puros como son los niños. Me pregunté entonces dónde estarían los hombres de esas familias, los padres de esos chicos, los esposos de esas mujeres de pieles quemadas ya por el frío. Clavé mi mirada en el hueco del local abandonado y resolví mi pregunta: dos hombres se encontraban reposados, durmiendo, en los improvisados lechos azules que habían armado en el interior del antiguo almacén. Un fuerte viento me voló la capucha, y en ese momento pude percibir nuevamente el “pip” del reproductor. Ya era el segundo.
Pase por delante de las mujeres, los niños jugaban con unos cartones con los que simulaban tener alas, unas niñas, las más pequeñas se cobijaban en los brazos de las mujeres, hacia mucho frío. Los aeroniños revoloteaban por la acera y me costaba encontrar el hueco para pasar, pero finalmente logré eludirlos y seguí caminando. El reproductor cambió de canción de nuevo y me dejó percibir la sumisa voz de una niña que dijo: “Es Manuel Poceiro má”. Yo estaba llegando a la esquina cuando sentí aquella voz, me sobresalté y una mezcla de pánico e incertidumbre recorrió todo mi cuerpo. El reproductor hizo el último “pip”, la batería se había terminado por completo, dejándome sólo en una situación de la que no podía evadirme de ninguna manera. Giré rápidamente y volví mis ojos hacia la niña que, a mi parecer, me había nombrado. La observé detenidamente con un miedo escalofriante. Nunca había estado en ese lugar, y a la niña no la conocía. La pequeña se quedó mirándome fijamente a los ojos, pero sin emitir sonido alguno. Miré entonces a la madre, buscando algún indicio de algo y la encontré mirando hacia otro sitio. “el viento me está volviendo loco”, pensé. “Te estas volviendo esquizofrénico”, dije en voz alta simulando la compañía de alguien. Tenía mucho miedo y la situación era del todo extraña. Miré hacia el piso, me reí y al mismo tiempo hice un gesto de negación con mi cabeza, luego me voltee nuevamente para encaminarme de nuevo hacia la cabaña. “Si, es Manuel Poceiro ma!!!”, sonó al unísono la voz de un par de niños.”¿No le viste la cara?”, preguntó luego la sumisa voz de la niña. Me detuve al instante al escuchar esas espeluznantes declaraciones y voltee en seguida, casi instintivamente. Esta vez puse mis ojos directamente en la madre de las criaturas, y observé la mano de la madre golpeando suavemente la boca de la niña. La piel de todo el cuerpo se me erizó, el temor a lo desconocido se apoderó de mí, porque a aquellas personas no las conocía, nunca las había visto en mi vida. Me paralicé por unos segundos, pero tomé fuerzas y con paso tembloroso me volví hacia la familia. La mujer miraba hacia otro lado, entonces decidí mirar la reacción de los niños.
Los niños siempre dicen la verdad, escuché alguna vez que por eso se los educa. Las caritas de esos chicos, y en especial la de la niña que sujetaba la mujer, me transmitieron una sensación de alivio, de tranquilidad. En ese momento entendí que no debía sentir miedo alguno. Sonreían, y sus pómulos rosados por el terrible frío, lograron hacerme sentir sereno.
Me saque un guante y le acaricié la cabeza a uno de los aeroniños, que ya había tenido un aterrizaje de emergencia cuando comenzó el episodio. Los otros chicos y chicas me rodeaban y me observaban con unos ojos enormes, la niña que estaba junto a la mujer me miraba atónita, pero se la notaba feliz. “¿En realidad soy alguien yo para esta gente?, me pregunté.
Comprobé que algo raro estaba pasando cuando una de las mujeres se levantó y recogió a uno de los niños que estaba tirando del cordel de mi chaqueta, ella también me miraba con aprecio, con simpatía y hasta con admiración. Giré la cabeza como cuando los perros se crean una incertidumbre, pero con una suerte de simpatía, ya estaba tranquilo, estaba seguro de que no me harían ningún daño. La mujer que sostenía la niña con voz dulce y tenue seguía sentada e ignorándome, la niña en sus brazos continuaba casi estupefacta con mi presencia.
En un momento sentí que un niño me tiraba repetidas veces de la manga de mi chaqueta demandando atención. Lo observe y le sonreí. El me miró y al instante poso con una sonrisa exagerada y muy simpática; esa que ponen los niños muchas veces cuando se le hacen fotos. Enseguida, cuando le presté atención, comenzó a intentar destacar sus gritos por encima de los demás niños y señalando a una de las pequeñas me dijo: “Ella es hija de Dante Spinetta!”. La mujer que estaba parada me miró y sonrió, como si buscara un cómplice. La que estaba sentada le gritó: “Uriel, basta!!, dejalo en paz al hombre!”. Todo parecía muy raro, pero cada vez más tenía que ver conmigo.
Dante Spinetta es el hijo del gran músico argentino de rock, Alberto Spinetta, poro eso no me daba ningún indicio de nada. De un momento a otro entré en razón: Dante Spinetta tenía un estudio de grabación a dos calles de mi escuela primaria, el Fray Luis Beltrán. Las cosas ya se estaban acomodando entendía que podría existir alguna conexión entre esa gente y yo. Pero habían pasado ya muchos años y la posibilidad de conocernos era prácticamente improbable.
Mi rostro ya no sujetaba una sonrisa, no me hacía mucha gracia el hecho de que ninguna persona mayor me explicara por qué esos niños sabían mi nombre y por qué sabían que algo me produciría el nombre de Dante Spinetta.
Me acerque a la mujer sentada, aun sujetaba a la hermosa niña. Me agache, apoye una rodilla en el piso junto a ella y la miré fijamente a sus ojos. Tenía ojos grandes y negros, con un matiz arábico. Detuve la mirada en su rostro por unos minutos y la reconocí. No sabía de donde pero su rostro me era familiar. “Perdoname, pero creo que es verdad lo que dicen los niños. ¿Nos conocemos de algún lado? ¿Cómo es tu nombre?, indagué. Fue la primera vez que me miró a los ojos, eran hermosos. “Kindra, me llamo Kindra”, dijo titubeando y llenándose los párpados de lagrimas.
Kindra había sido compañera mía de la escuela primaria, efectivamente. Vivía cerca de mi casa y volvíamos juntos del colegio con algunos amigos que iban por el mismo camino. La recordaba feliz, coqueta y hasta, a veces, presumida. Era una de las más bonitas del grado. Todos los varones del curso estuvimos enamorados, alguna semana, de Kindra. Pero esa mujer no se asemejaba en lo más mínimo al recuerdo que yo tenía de ella. Estaba devastada, deteriorada y se la veía muy triste. Al mirarnos nos conmovimos y emocionamos inmensamente. La tomé por los hombros y la miré muy detenidamente, los niños callaron. Ella tenía un rostro desolado, parecía que estaba comprometida con el desahucio que la vida le había otorgado, pero cargaba con ese peso dignamente. “… ¿Cómo me reconoció ella entonces, y los niños, y las otras mujeres?”, me preguntaba constantemente.
Una lágrima de Kindra cayó sobre su falda y en ese instante se limpió con la manga de su buzo polar rosa fucsia rápidamente el rostro, metió sus mucosidades hacia adentro con una fuerza bestial y eludiendo sus lagrimas me dijo: “Mirá, te voy amostrar algo”. De su bolso de cuero cuarteado sacó una fotografía antigua, de las de escuela, la abrió y señaló a un niño con corte taza, le faltaba una paleta en la dentadura. Era yo. Todos los personajes de la fotografía tenían un círculo en su cara y una flecha que señalaba su nombre. Volví a mirar a Kindra, esta vez sonreía, el que lloraba era yo. Lloraba de dolor, mi llanto no era por mí, y creo que el de ella tampoco. Nos lloramos mutuamente, ella, antes, supongo que por la nostalgia. Y mi llanto era producto del dolor que me causaba haber perdido contacto tanto tiempo y haberla encontrado en esa situación y en ese lugar. Intenté hacer lo mismo que Kindra, secarme rápidamente las lágrimas, de esa manera no notaría mi tristeza.
Algo terrible sucedió, me sucedió. El miedo, el temor, la falta de agallas de enfrentar ese sentimiento que me estaba tallando el corazón, me hizo hacer algo de lo que estaré arrepentido toda mi vida: me levante lentamente y a medida que le acariciaba su mejilla giré mi cuerpo en dirección contraria y decidido a caminan hacia otro lado… desaparecí. Me ví, entonces, envuelto entre mis sábanas y mi edredón, y abrazado a la almohada noté que tenía los pópulos húmedos por las gotas que caían de mis ojos.
Había despertado de un sueño que nunca hubiese querido despertar. La última imagen que tuve fue la de la mujer, al parecer la hermana de Kindra, que estaba detrás mío y una niña en sus brazos. Cuando desperté me dio muchísima tristeza. Aquí en mi casa, en Buenos Aires, también hacía frío y no podía dejar de pensar en cómo estaría Kindra en ese sitio tan espantoso que yo le había creado. Me pregunté por qué tanta desdicha tenía Kindra, por qué, hasta en un lugar imaginario, esa mujer solemne sufría tanto.
Había despertado, y asimismo destruido a la mujer más pura e inocente que jamás conocí. Todo el día estuve pensando en ella y en su nombre, Kindra. Qué lindo hubiese sido conocerte realmente, qué ganas de volver al sueño aquel y llevarte conmigo Kindra. Qué ganas de haber compartido contigo esas caminatas a nuestras casas, qué ganas de haberte conocido en la escuela primaria.
No me lo puedo perdonar, escribo y se me eriza la piel. Hoy volveré a mi cama, amiga mía, e intentaré encontrarte. Pero esta vez procuraré crearte un paraíso, una pradera llena de árboles y flores, un clima cálido y, a ti, dentro de una cabaña tomando un chocolate caliente con tus hermosas hijas.

Los espejos del tiempo


Los espejos del tiempo

El espejo me permitió detener mi atención en detalles en los que no suelo fijarme normalmente. Diariamente me veo en el espejo, por lo menos tres veces: a la mañana, cuando me levanto y voy al baño; a la tarde, antes de salir de casa; y a la noche, cuando me lavo los dientes y vuelvo a reencontrarme nuevamente con mi reflejo. Pero eso detenerme a mirar, observar, y encima tener unos minutos para reflexionar no creo haberlo hecho. Es fantástico lo que me pasó cuando me miré y, asimismo reflexioné a partir de mi rostro.
Mi rostro tiene algunos surcos marcados por el paso del tiempo, eso lo sé, pero delante del espejo redondo de bolsillo mi piel no se veía tersa, como imaginaba que debería ser a mi edad. A los laterales de las comisuras de mis labios, cuando sonrío, se dibujan dos canales curvos que recorren mis mejillas. “Una sonrisa entre paréntesis”, pensé cuando ví el reflejo. Una paradoja precisa, porque mi vida sería absurda sin mi sonrisa. Me gusta reír. Siempre tomé al humor como una herramienta. Muchas veces fue la solución para salir de alguna situación incomoda o difícil de resolver.
Escuche a un humorista una vez, que decía que con el humor se pueden naturalizar las situaciones más trágicas; al caricaturizarlas se hace más sencillo sobrepasarlas. Creo que me pasa un poco eso. Me río mucho del ridículo, eso me da mucha gracia: mí ridículo. Por ejemplo: clavar la mirada en el reflejo de mis ojos, perderme en la inmensidad de mi propia pupila y distraerme con los pequeños pliegos de piel que se encuentran por debajo de mis ojos me divierte. Y fue entonces que sucedió, me dio risa pensar en la idea de tener los ojos subrayados por alguna arruga como si fuese un título. Me dio risa porque es ridículo y precipitado pensar en las arrugas. Pero por algo me había fijado.
Esa risa fue sólo un disparador, porque cuando reí se posaron, paralelas a mis cejas, cuatro líneas. Dos de cada lado, a la altura de los ojos. Las denominadas vulgarmente patas de gallo estaban sugiriendo unos ojos entre comillas. Frunciendo aun más el rostro ví que sobre mi frente quedaban renglones sin escribir. Me reí y esa risa actuó como un interruptor que encendió una especie de proyector cinematográfico en mi cabeza. Entonces comencé a imaginar como sería, o como será mi vejez, el rostro de mi vejez.
Todo lo contado transcurrió en un lapso de dos segundos. A veces creo que al tiempo habría que buscarle otra unidad de medida, se debería medir por “vivencias sentidas” por ejemplo. Hay momentos en los que hasta los instantes son eternos, por ejemplo en esos dos segundos en los que mi reflejo se perdió unos 60 años. Entonces, ya con 85 años sobre el espejo me noté un rostro muy literario: los renglones que sujetaba mi frente estaban escritos, no llegue a leer pero eran muchas frases; en el medio del rostro un titulo subrayado, “los ojos”; y debajo, la sonrisa. Mi eterna compañera ya no se encontraba entre paréntesis, el tiempo los había tachado con un lápiz aun más fuerte tiempo atrás dejando tachones en toda la cara.
Así fue la postal que me dejo el espejo, un viejo divertido, alegre, feliz y comprometido con sus recuerdos; Con cada uno de ellos.

A mis primos...


Asadito en el DeLorean

¿Nos juntamos?... así empezó; en realidad, en mi caso, comenzó hace 25 años, pero hace poco concretamos una juntada general por mail con mis primos y mi hermana. Algunos de ellos, Gastón y Felipe, lejos ya de Argentina, y otro más lejos no estarán, pero se mantendrán tan cerca como todos y cada uno de nosotros.
Pensé en el número doce… es un número importante, un número sagrado. Según la numerología sirve para medir los cuerpos celestes. Doce eran los discípulos de Jesucristo y los frutos del Espíritu Santo; doce también son las puertas de Jerusalén y los Ángeles que las guardarán según el Apocalipsis; doce eran las tribus de Israel y los hijos de Jacob; doce veces fueron las que Jesucristo apareció después de su muerte. No se asusten, no me convertí en evangelista, ni nada de eso. Pero es verdad que el doce es un número particular. El dios escandinavo, Odín, tenía doce nombres; los romanos dividían en doce grupos a sus dioses; también había doce dioses en los pueblos primitivos de Japón. Doce signos tiene el zodíaco. Pero lejos de querer parecerse religioso mi escrito diré también que doce es un número considerado el sinónimo de la perfección: doce veces 30 grados forman los 360 de la circunferencia. Las doce es la hora en la que el sol llega al punto en que divide al día en dos, y doce es el máximo número que contienen los relojes. Doce meses tiene el año y doce, también, son las piedras preciosas de la corona de Inglaterra. El doce es el número de la prudencia, del equilibrio, de la gracia de la forma. Pero lo más importante es que doce somos nosotros.
Cuando pienso en nuestra infancia, se me viene a la mente una postal, una foto que guardo algo difusa en mi cabeza: un pequeño Batman, un ínfimo Hombre Araña, una niña con un muñeco de cara redodonda y pelo de lana amarilla, un niño con un enterito rojo; un chico con pantalones vaqueros de tiro hasta pasado el ombligo, y en medio de los niños sus abuelos: Marta y Rubén. Me cuesta adjetivar al resto, pero estábamos todos. Sabrán disculpar.
Cuando pienso en juntarnos, y en la casa de abuelo, me estremezco y se me inunda de recuerdos el cuerpo y el alma. Esa casa tan cercana, pero lejana; ese patio interno, testigo de nuestros juegos; ese árbol vigoroso que ha aguantado el peso de los doce y aquel tronco petrificado con el que nos ayudábamos para subir los más pequeños. Ese galpón: fabrica de ideas de nuestro abuelo, que alguna vez, su maquinaria, ha atentado contra los dedos de Bautista. Creo que aún hoy se deben escuchar mis pasos y los de Felipe sobre el tinglado del galpón y, al unísono, el grito de Ababo: “¡¡Salgan de ahí!, la puta que los partió”. Nuestro adorado abuelo nunca entendió el sarcasmo de decirnos: “la puta que los parió”. Todos tendremos recuerdos y algunos coincidirán, ya que muchos son colectivos.
Recuerdo el día en que no pude jugar más a la guerra, pelear contra los malos, “los malditos bastardos”. Me acuerdo que era un domingo por la tarde y me encontraba con Pedro. Jugábamos en el árbol del jardín con nuestro imaginario, como siempre lo hacíamos entre todos los primos. Los malvados nos perseguían y nos escondíamos en nuestra “guarida”, el árbol; nos defendíamos con armas diseñadas con nuestros dedos índice y pulgar. Cuando los rivales eran tropas numerosas íbamos a nuestro arsenal, que se encontraba en un armario de la galería, y entre tacitas de té, ollas, muñecas y Camioncitos, encontrábamos espadas de madera, metralletas del mismo material y todo tipo de herramientas para alimentar nuestro juego y destruir a los oponentes. Pero ese día domingo, sentí que mi imaginación se acotaba. Se me hacía difícil creer que existían aquellos enemigos, y ya entendía que un arma de madera no podía disparar en el caso de que existiesen. “Maldita sea Jhonny, has crecido”, le dije ese día a mi personaje.
Los almuerzos siempre estaban bien organizados en nuestra familia: “no te hagas problema mama, los grandes comemos acá y los chicos en la galería”, decía alguno de nuestros progenitores. Y ahí estábamos, cumpliendo al pié de la letra la sugerencia, apartados de las charlas aburridas de los grandes. En nuestras cosas. De todas formas a quién le importaba la inflación, la reelección, o que se yo qué otras cosas raras que hablaban los mayores. Ningún chico querría estar en “la mesa de los grandes” cuando se tiene una compañía tan rica en esas “mesas de chicos”.
No puedo dejar de nombrar, o remarcar, la trabajosa tarea que enfrentaban nuestros padres cuando había que organizar alguna actividad secreta. Pascuas: una vez fue un conejo a lo de los abuelos, el de pascuas, y se encargó de esconder los huevos entre los arbustos de los laterales del jardín. Pero claro, algún curioso ya contaba con la información de por dónde habia que empezar a buscar los chocolates. ¿Y las navidades? ¿Cuántas, no? Me imagino que debe ser muy complicado organizar la salida de doce chicos de una casa, para poder dejar entrar a Papa Noel. Quizás solo contaban con diez minutos, pero eran suficientes. Siempre eran suficientes para colocar los regalos en el arbolito de navidad. Me acuerdo de una de las últimas navidades que pasamos todos juntos, esas en las que Pablo le regaló a Gastón un casquito amarillo de juguete ¿Se acuerdan? Tengo una anécdota para contarles: Bau castigado. El estaba fuera, en la puerta del garaje de su casa, y le pregunté: “¿Qué haces acá, son casi las doce?” “¿y que querés? Me castigó mi viejo. ¡¡Yo no se si en esta casa esperan a Papa Noel o a que me caguen a pedos a mi para abrir los regalos!!”, respondió Bautista con la rapidez y la creatividad que lo caracteriza.
Con Mariano hemos ido mucho a la plata en nuestros primeros coqueteos con la noche. Muchas veces nos quedábamos a dormir en casa de Nico y otras en lo de sus vecinos longevos. Era preciso apurarse en los baños que nos dábamos en casa de los abuelos, sino un extraño fenómeno ocurría: el agua caliente misteriosamente se acababa, y de caliente pasaba a templada, y de templada en seguida a fría. Siempre nos acordamos de eso y nos reímos hasta las carcajadas. Nunca supimos si se trataba de una mera casualidad o si Ababo tenía algo que ver con eso. De todas formas nuestras risas se alimentan de la segunda hipótesis.
El asado del domingo lo haré yo, me comprometí, y pienso en la parilla: “¿entrara la carne?” Pero mi preocupación por las medidas de la parilla deriva en otro recuerdo: la pileta que estaba frente a los asados. Porque en la época en la que éramos chicos la usábamos como tal y era una gran piscina forrada de venecita. Había dos sapos que se escondían en el desagüe de esa, hoy pequeña fuente, o gran macetero. Con Felipe instíamos, introduciendo un palo en el agujero una y otra vez para que saliesen los pequeños batracios, pero nunca hubo caso, o ellos no estaban, o en el primer intento los lastimábamos al punto de la inoperancia. ¡¿Quién sabe?!
Son muchos los recuerdos y las anécdotas. Pasa el tiempo y se suman otras, hoy existen muchas más: esta la de “el hombre cara de barro”, y el viaje de vuelta a casa con Josefina y Matías; la cena y la rockeada, en casa de los primos con Pedro, Bau, Nico y Jose; “los tres Dragones”; la visita al pequeño Manu, el primero de la cuarta generación; verlo a Nico en Marbella; vivir con Gas, aprender de él y compartir la habitación; la visita de Juan a Barcelona, las risas que compartimos y la forma en que nos comunicarnos en esa época; mi primera vuelta a Argentina, ver a algunos de ustedes en aquel bar de Palermo, y la segunda: cuando llegué de sorpresa y hermana lloró de felicidad al verme; el casamiento de Angie y Diego, la charla que tuve con Ababo en aquella fiesta. Todos y cada uno de los recuerdos están instalados en mi vida. Todos y cada uno de ustedes formaron mi persona, y me enorgullece.
La última vez que estuve en le galpón de carpintería los aromas añejos a aserrín, la imagen del Topo Giggio, el cartel escrito en algùn idiolçma oriental y otros artilugios hicieron que me emocionara. Desde ese momento siento las ganas de de escribir algunas de las cosas que les he nombrado en la presente. Podría seguir escribiendo miles de anécdotas, pero esta vez seré un poco mezquino y no lo haré. Dejaré entonces que el relato sea un disparador y que al término de esta lectura recordemos juntos muchas otras historias, como las de la Ciudad Deportiva de La Boca.
Hace mucho que no nos juntamos, es difícil hacerlo. Creo que ha habido más de un intento fallido. Es entendible, pero hoy somos muchos. Voy a permitirme hacer una última similitud, esta vez con la increíble obra de García Márquez que contiene a los Doce cuentos peregrinos. Porque eso es lo que somos, doce peregrinos, y como la obra: uno distinto a otro, pero tan magníficos todos. Brindemos hoy por eso, por los doce peregrinos y por sus historias. ¡¡Salud!!



Manuel Fidel Poceiro

Viernes 4-06-10

Bailemos



Es extraño
tan extraño que lo creo
y, asimismo, lo concedo.

Eres una mujer y un hombre
eres un hombre y una mujer
eres fuerza y sentido,
eres saber y perecer.

Pero también fuimos,
al menos bailando,
un cuerpo unido,
un aliento, un respiro,
un lugar y un tal vez.

Y vuelvo a hablar de ti,
de tus virtudes y defectos.
De ti, de lo maravillosa que eres;
de ti, y de la magia que tienes.

De tus dichas y desdichas,
de tus karmas y anhelos.
De tus disfraces y tus espejos,
De tu vida, y tus espectros.

Pero también hablo de esa persona inédita,
esa que, no siempre, pero aún dispara;
la autentica y la esclava.
La guapa, la única, la sana…
La niña, la mujer, la amiga y hermana…

Camellos silvestres


Y allí estabas tú, fuente de mis remedios,
Haciéndote el más temible de mis recuerdos.
Hoy, solo queda la nostalgia
De aquellas tardes, de ese cielo
y de aquel mar mediterráneo;
de aquellas cosas tan vuestras,
tan nuestras, esas que me has obsequiado
mi noble, digno y servil, Gitano

Mientras tenga recuerdos seguiré vivo


Carente ya de sueños, deseos e inquietudes; odiando así todas mis virtudes e idolatrando todos mis defectos. Desesperado, desahuciado, derrotado y comprometido con la terrible agonía que me aqueja y, ahora, ya situado en el bajo fondo de la autodestrucción emocional; sólo me queda evocar a la nostalgia. Este sentimiento tan difamado por el común de la gente, odiado y pensado muchas veces erróneamente es de lo que me sujeto hoy. Elijo a la nostalgia como mi pilar, mi fuerte, mi refugio, mi eterna compañera. Mi nostalgia. Vamos a situarnos mejor en la escena: me veo caminando por una cuerda floja, cual si fuera un equilibrista, con una viga de madera extensa en mis manos que me ayuda a hacer equilibrio. A esa cuerda la denominaremos Nostalgia. Ella es la única que me sostiene, Debajo de mí hay solo tierra, no hay red de seguridad.
Nostalgia: Etimológicamente alude a las palabras regreso y dolor, en griego antiguo. Pero hasta los griegos se equivocan. La civilización más inquieta, pensante y analítica de todos los tiempos a mi parecer, también se equivocaba cuando se refería al dolor; no al regreso, en eso estoy de acuerdo, pero si al relacionar a la nostalgia con la despiadada palabra, sinónimo de suplicio, pesar, desconsuelo: Dolor
En mi caso, y tengo la esperanza de no ser el único, el sentimiento de nostalgia no me produce daño. Es mi cuerda, mi perpetuo puente a la felicidad, a la tranquilidad, a la satisfacción. Es mi conexión directa a aquellas noches cálidas mediterráneas, a los olores intensos a cuero de camello de Xauen y a los profundos aromas a especias de Tetuán; a las imponentes playas de Tarifa y a la luna posada sobre su plácido mar. Hago uso de “mi puente” aún hasta cuando deseo rememorar aquellos amigos, lejanos ya, y a las relaciones efímeras, fugaces pero intensas que he experimentado durante toda mi vida.
Creo y confío en que somos nosotros los tenaces constructores de nuestras realidades, de nuestro presente y futuro; pero eso sí, lo hacemos con la ayuda de una sustancial herramienta: nuestro pasado. El pasado que hemos creado con hechos aún más lejanos a ese.
Los griegos se confundían… en realidad no lo sé. El caso es que la nostalgia esta directamente relacionada con un sentimiento de infelicidad. Comparamos momentos actuales de infelicidad, o simplemente de carencia de alegría con exquisitos recuerdos que recorren nuestra psiquis. Los contrastamos entre sí, creyendo que el resultado puede ser enriquecedor y no es así. Esta comparación es imparcial, ya que no existe una felicidad eterna. Lo que son eternos son los recuerdos. La felicidad es un estado de ánimo perecedero; como cualquier estado de ánimo sólo dura un momento. Es con esa comparación despiadada que la nostalgia se transforma en un flagelo. Una comparación hiriente y sin sentido que la hacemos en base a la eternidad de las cosas. “Hubo un tiempo en que todo era mejor, en el que era feliz”; pero fue un tiempo, y duró lo mismo que perdurará este horrible sentimiento que me acompaña hoy, hasta entonces me cobijaré con mis recuerdos placenteros que estarán perpetuamente en mí….
Ojalá asi sea….


Manuel Fidel Poceiro