¿Qué es el espiritu del vino?

El espiritu del vino existe en todas y en cada una de las palabras que callamos cuando estamos sobrios.

El espiritu del vino


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lunes, 21 de junio de 2010

A mis primos...


Asadito en el DeLorean

¿Nos juntamos?... así empezó; en realidad, en mi caso, comenzó hace 25 años, pero hace poco concretamos una juntada general por mail con mis primos y mi hermana. Algunos de ellos, Gastón y Felipe, lejos ya de Argentina, y otro más lejos no estarán, pero se mantendrán tan cerca como todos y cada uno de nosotros.
Pensé en el número doce… es un número importante, un número sagrado. Según la numerología sirve para medir los cuerpos celestes. Doce eran los discípulos de Jesucristo y los frutos del Espíritu Santo; doce también son las puertas de Jerusalén y los Ángeles que las guardarán según el Apocalipsis; doce eran las tribus de Israel y los hijos de Jacob; doce veces fueron las que Jesucristo apareció después de su muerte. No se asusten, no me convertí en evangelista, ni nada de eso. Pero es verdad que el doce es un número particular. El dios escandinavo, Odín, tenía doce nombres; los romanos dividían en doce grupos a sus dioses; también había doce dioses en los pueblos primitivos de Japón. Doce signos tiene el zodíaco. Pero lejos de querer parecerse religioso mi escrito diré también que doce es un número considerado el sinónimo de la perfección: doce veces 30 grados forman los 360 de la circunferencia. Las doce es la hora en la que el sol llega al punto en que divide al día en dos, y doce es el máximo número que contienen los relojes. Doce meses tiene el año y doce, también, son las piedras preciosas de la corona de Inglaterra. El doce es el número de la prudencia, del equilibrio, de la gracia de la forma. Pero lo más importante es que doce somos nosotros.
Cuando pienso en nuestra infancia, se me viene a la mente una postal, una foto que guardo algo difusa en mi cabeza: un pequeño Batman, un ínfimo Hombre Araña, una niña con un muñeco de cara redodonda y pelo de lana amarilla, un niño con un enterito rojo; un chico con pantalones vaqueros de tiro hasta pasado el ombligo, y en medio de los niños sus abuelos: Marta y Rubén. Me cuesta adjetivar al resto, pero estábamos todos. Sabrán disculpar.
Cuando pienso en juntarnos, y en la casa de abuelo, me estremezco y se me inunda de recuerdos el cuerpo y el alma. Esa casa tan cercana, pero lejana; ese patio interno, testigo de nuestros juegos; ese árbol vigoroso que ha aguantado el peso de los doce y aquel tronco petrificado con el que nos ayudábamos para subir los más pequeños. Ese galpón: fabrica de ideas de nuestro abuelo, que alguna vez, su maquinaria, ha atentado contra los dedos de Bautista. Creo que aún hoy se deben escuchar mis pasos y los de Felipe sobre el tinglado del galpón y, al unísono, el grito de Ababo: “¡¡Salgan de ahí!, la puta que los partió”. Nuestro adorado abuelo nunca entendió el sarcasmo de decirnos: “la puta que los parió”. Todos tendremos recuerdos y algunos coincidirán, ya que muchos son colectivos.
Recuerdo el día en que no pude jugar más a la guerra, pelear contra los malos, “los malditos bastardos”. Me acuerdo que era un domingo por la tarde y me encontraba con Pedro. Jugábamos en el árbol del jardín con nuestro imaginario, como siempre lo hacíamos entre todos los primos. Los malvados nos perseguían y nos escondíamos en nuestra “guarida”, el árbol; nos defendíamos con armas diseñadas con nuestros dedos índice y pulgar. Cuando los rivales eran tropas numerosas íbamos a nuestro arsenal, que se encontraba en un armario de la galería, y entre tacitas de té, ollas, muñecas y Camioncitos, encontrábamos espadas de madera, metralletas del mismo material y todo tipo de herramientas para alimentar nuestro juego y destruir a los oponentes. Pero ese día domingo, sentí que mi imaginación se acotaba. Se me hacía difícil creer que existían aquellos enemigos, y ya entendía que un arma de madera no podía disparar en el caso de que existiesen. “Maldita sea Jhonny, has crecido”, le dije ese día a mi personaje.
Los almuerzos siempre estaban bien organizados en nuestra familia: “no te hagas problema mama, los grandes comemos acá y los chicos en la galería”, decía alguno de nuestros progenitores. Y ahí estábamos, cumpliendo al pié de la letra la sugerencia, apartados de las charlas aburridas de los grandes. En nuestras cosas. De todas formas a quién le importaba la inflación, la reelección, o que se yo qué otras cosas raras que hablaban los mayores. Ningún chico querría estar en “la mesa de los grandes” cuando se tiene una compañía tan rica en esas “mesas de chicos”.
No puedo dejar de nombrar, o remarcar, la trabajosa tarea que enfrentaban nuestros padres cuando había que organizar alguna actividad secreta. Pascuas: una vez fue un conejo a lo de los abuelos, el de pascuas, y se encargó de esconder los huevos entre los arbustos de los laterales del jardín. Pero claro, algún curioso ya contaba con la información de por dónde habia que empezar a buscar los chocolates. ¿Y las navidades? ¿Cuántas, no? Me imagino que debe ser muy complicado organizar la salida de doce chicos de una casa, para poder dejar entrar a Papa Noel. Quizás solo contaban con diez minutos, pero eran suficientes. Siempre eran suficientes para colocar los regalos en el arbolito de navidad. Me acuerdo de una de las últimas navidades que pasamos todos juntos, esas en las que Pablo le regaló a Gastón un casquito amarillo de juguete ¿Se acuerdan? Tengo una anécdota para contarles: Bau castigado. El estaba fuera, en la puerta del garaje de su casa, y le pregunté: “¿Qué haces acá, son casi las doce?” “¿y que querés? Me castigó mi viejo. ¡¡Yo no se si en esta casa esperan a Papa Noel o a que me caguen a pedos a mi para abrir los regalos!!”, respondió Bautista con la rapidez y la creatividad que lo caracteriza.
Con Mariano hemos ido mucho a la plata en nuestros primeros coqueteos con la noche. Muchas veces nos quedábamos a dormir en casa de Nico y otras en lo de sus vecinos longevos. Era preciso apurarse en los baños que nos dábamos en casa de los abuelos, sino un extraño fenómeno ocurría: el agua caliente misteriosamente se acababa, y de caliente pasaba a templada, y de templada en seguida a fría. Siempre nos acordamos de eso y nos reímos hasta las carcajadas. Nunca supimos si se trataba de una mera casualidad o si Ababo tenía algo que ver con eso. De todas formas nuestras risas se alimentan de la segunda hipótesis.
El asado del domingo lo haré yo, me comprometí, y pienso en la parilla: “¿entrara la carne?” Pero mi preocupación por las medidas de la parilla deriva en otro recuerdo: la pileta que estaba frente a los asados. Porque en la época en la que éramos chicos la usábamos como tal y era una gran piscina forrada de venecita. Había dos sapos que se escondían en el desagüe de esa, hoy pequeña fuente, o gran macetero. Con Felipe instíamos, introduciendo un palo en el agujero una y otra vez para que saliesen los pequeños batracios, pero nunca hubo caso, o ellos no estaban, o en el primer intento los lastimábamos al punto de la inoperancia. ¡¿Quién sabe?!
Son muchos los recuerdos y las anécdotas. Pasa el tiempo y se suman otras, hoy existen muchas más: esta la de “el hombre cara de barro”, y el viaje de vuelta a casa con Josefina y Matías; la cena y la rockeada, en casa de los primos con Pedro, Bau, Nico y Jose; “los tres Dragones”; la visita al pequeño Manu, el primero de la cuarta generación; verlo a Nico en Marbella; vivir con Gas, aprender de él y compartir la habitación; la visita de Juan a Barcelona, las risas que compartimos y la forma en que nos comunicarnos en esa época; mi primera vuelta a Argentina, ver a algunos de ustedes en aquel bar de Palermo, y la segunda: cuando llegué de sorpresa y hermana lloró de felicidad al verme; el casamiento de Angie y Diego, la charla que tuve con Ababo en aquella fiesta. Todos y cada uno de los recuerdos están instalados en mi vida. Todos y cada uno de ustedes formaron mi persona, y me enorgullece.
La última vez que estuve en le galpón de carpintería los aromas añejos a aserrín, la imagen del Topo Giggio, el cartel escrito en algùn idiolçma oriental y otros artilugios hicieron que me emocionara. Desde ese momento siento las ganas de de escribir algunas de las cosas que les he nombrado en la presente. Podría seguir escribiendo miles de anécdotas, pero esta vez seré un poco mezquino y no lo haré. Dejaré entonces que el relato sea un disparador y que al término de esta lectura recordemos juntos muchas otras historias, como las de la Ciudad Deportiva de La Boca.
Hace mucho que no nos juntamos, es difícil hacerlo. Creo que ha habido más de un intento fallido. Es entendible, pero hoy somos muchos. Voy a permitirme hacer una última similitud, esta vez con la increíble obra de García Márquez que contiene a los Doce cuentos peregrinos. Porque eso es lo que somos, doce peregrinos, y como la obra: uno distinto a otro, pero tan magníficos todos. Brindemos hoy por eso, por los doce peregrinos y por sus historias. ¡¡Salud!!



Manuel Fidel Poceiro

Viernes 4-06-10

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